Musicar poemas, poetizar canciones, es una práctica por la que siento personal admiración. No en vano, supone una complicidad artística plurisensorial cuyo resultado, en el mejor de los casos (no en todos), redunda en gran dosis de belleza. Son muchos los que han trasladado la paz de sus letras a la canción en adaptaciones más o menos fieles al producto original. Una actividad que ya conocimos gracias a Antonio Machado y Serrat es traída hoy a colación para presentar uno de los más certeros poemas de Luis Alberto de Cuenca (1950), eminente analista y autor de diversas expresiones culturales relacionadas con la palabra escrita. Si bien la propia composición ya es genial, es este uno de los casos en que su musicalización (a cargo de José María Sánz Beltrán; ‘Loquillo’ para sus amigos, que son muchos) y, sobre todo, su exposición sobre un escenario, no hace sino potenciar lo más íntimo, crudo y sincero de la palabra. Disfruten de dos genios unidos en una sola voz.
El encuentro
En Salamanca, el último noviembre,
te encontré por la calle, tan delgada
como entonces, pero con más arrugas.
Dabas clase de no sé qué muy raro
(Textología, por ejemplo) y eras
muy feliz explicando a tus alumnos
lo divino y lo humano. Me dijiste
que tus hijos quedaron en Madrid,
con su padre, y que sólo los veías
-ya eran mayores- tres o cuatro veces
al año; que te habías doctorado
(¡por fin!) y que ahora sólo te faltaba
ser funcionaria para ver el mundo
desde el lugar que merecías.
Yo
te dije que bueno, que pasaba
por allí casualmente, que tenía
un amigo escritor en Salamanca
y que había venido a visitarlo.
¿Tú me dijiste: “¿Tienes mucha prisa
o podemos tomarnos algo juntos?”
Después de muchas copas, con el alba
siguiendo nuestra pista, te lo dije:
“Desde entonces no ha habido otra mujer.”
Y en mi interior bullía la mentira
al alimón con el deseo, y todo
-aquel horrible bar, tú y yo, la noche-
era tan esperpéntico y absurdo
que se parecía a la vida.