El capitán Alatriste, Arturo Pérez-Reverte

Arturo Pérez-Reverte saltó a la fama gracias al personaje que hoy presentamos; fama y actualidad que, posteriormente, él mismo se ha encargado de mantener por muy diversos y polémicos mediosEl capitán Alatriste (1996), primera entrega de una saga de aventuras indudablemente rentable (quince añitos tiene este amor) , es la viva imagen del best seller español de las últimas décadas: aquel extraño caso del auge de la lectura (o, al menos, compra) de un tipo de obras y género en concreto: la novela histórica. Aun a la espera de respuesta ante el interrogante sobre la receta definitiva de este éxito, de gran acogida no solo comercial, rememoremos sus primeras líneas. Del libro, sí, no de la película.

El capitán Alatriste

No era el hombre más honesto ni el más piadoso, pero era un hombre valiente. Se llamaba Diego Alatriste y Tenorio, y había luchado como soldado de los tercios viejos en las guerras de Flandes. Cuando lo conocí malvivía en Madrid, alquilándose por cuatro maravedíes en trabajos de poco lustre, a menudo en calidad de espadachín por cuenta de otros que no tenían la destreza o los arrestos para solventar sus propias querellas. Ya saben: un marido cornudo por aquí, un pleito o una herencia dudosa por allá, deudas de juego pagadas a medias y algunos etcéteras más. Ahora es fácil criticar eso; pero en aquellos tiempos la capital de las Españas era un lugar donde la vida había que buscársela a salto de mata, en una esquina, entre el brillo de dos aceros. En todo esto Diego Alatriste se desempeñaba con holgura. Tenía mucha destreza a la hora de tirar de espada, y manejaba mejor, con el disimulo de la zurda, esa daga estrecha y larga llamada por algunos vizcaína, con que los reñidores profesionales se ayudaban a menudo. Una de cal y otra de vizcaína, solía decirse. El adversario estaba ocupado largando y parando estocadas con fina esgrima, y de pronto le venía por abajo, a las tripas, una cuchillada corta como un relámpago que no daba tiempo ni a pedir confesión. Sí. Ya he dicho a vuestras mercedes que eran años duros.

El capitán Alatriste, por lo tanto, vivía de su espada. Hasta donde yo alcanzo, lo de capitán era más un apodo que un grado efectivo. El mote venía de antiguo: cuando, desempeñándose de soldado en las guerras del Rey, tuvo que cruzar una noche con otros veintinueve compañeros y un capitán de verdad cierto río helado, imagínense, viva España y todo eso, con la espada entre los dientes y en camisa para confundirse con la nieve, a fin de sorprender a un destacamento holandés. Que era el enemigo de entonces porque pretendían proclamarse independientes, y si te he visto no me acuerdo. El caso es que al final lo fueron, pero entre tanto los fastidiamos bien. Volviendo al capitán, la idea era sostenerse allí, en la orilla de un río, o un dique, o lo que diablos fuera, hasta que al alba las tropas del Rey nuestro señor lanzasen un ataque para reunirse con ellos. Total, que los herejes fueron debidamente acuchillados sin darles tiempo a decir esta boca es mía. Estaban durmiendo como marmotas, y en ésas salieron del agua los nuestros con ganas de calentarse y se quitaron el frío enviando herejes al infierno, o a donde vayan los malditos luteranos. Lo malo es que luego vino el alba, y se adentró la mañana, y el otro ataque español no se produjo. Cosas, contaron después, de celos entre maestres de campo y generales. Lo cierto es que los treinta y uno se quedaron allí abandonados a su suerte, entre reniegos, por vidas de y votos a tal, rodeados de holandeses dispuestos a vengar el degüello de sus camaradas. Más perdidos que la Armada Invencible del buen Rey Don Felipe el Segundo. Fue un día largo y muy duro. Y para que se hagan idea vuestras mercedes, sólo dos españoles consiguieron regresar a la otra orilla cuando llegó la noche. Diego Alatriste era uno de ellos, y como durante toda la jornada había mandado la tropa -al capitán de verdad lo dejaron listo de papeles en la primera escaramuza, con dos palmos de acero saliéndole por la espalda, se le quedó el mote, aunque no llegara a disfrutar ese empleo. Capitán por un día, de una tropa sentenciada a muerte que se fue al carajo vendiendo cara su piel, uno tras otro, con el río a la espalda y blasfemando en buen castellano. Cosas de la guerra y la vorágine. Cosas de España.

En fin. Mi padre fue el otro soldado español que regresó aquella noche. Se llamaba Lope Balboa, era guipuzcoano y también era un hombre valiente. Dicen que Diego Alatriste y él fueron muy buenos amigos, casi como hermanos; y debe de ser cierto porque después, cuando a mi padre lo mataron de un tiro de arcabuz en un baluarte de Jülich -por eso Diego Velázquez no llegó a sacarlo más tarde en el cuadro de la toma de Breda como a su amigo y tocayo Alatriste, que sí está allí, tras el caballo, le juró ocuparse de mí cuando fuera mozo. Ésa es la razón de que, a punto de cumplir los trece años, mi madre metiera una camisa, unos calzones, un rosario y un mendrugo de pan en un hatillo, y me mandara a vivir con el capitán, aprovechando el viaje de un primo suyo que venía a Madrid. Así fue como entré a servir, entre criado y paje, al amigo de mi padre.

Una confidencia: dudo mucho que, de haberlo conocido bien, la autora de mis días me hubiera enviado tan alegremente a su servicio. Pero supongo que el título de capitán, aunque fuera apócrifo, le daba un barniz honorable al personaje. Además, mi pobre madre no andaba bien de salud y tenía otras dos hijas que alimentar. De ese modo se quitaba una boca de encima y me daba la oportunidad de buscar fortuna en la Corte. Así que me facturó con su primo sin preocuparse de indagar más detalles, acompañado de una extensa carta, escrita por el cura de nuestro pueblo, en la que recordaba a Diego Alatriste sus compromisos y su amistad con el difunto. Recuerdo que cuando entré a su servicio había transcurrido poco tiempo desde su regreso de Flandes, porque una herida fea que tenía en un costado, recibida en Fleurus, aún estaba fresca y le causaba fuertes dolores; y yo, recién llegado, tímido y asustadizo como un ratón, lo escuchaba por las noches, desde mi jergón, pasear arriba y abajo por su cuarto, incapaz de conciliar el sueño. Y a veces le oía canturrear en voz baja coplillas entrecortadas por los accesos de dolor, versos de Lope, una maldición o un comentario para sí mismo en voz alta, entre resignado y casi divertido por la situación. Eso era muy propio del capitán: encarar cada uno de sus males y desgracias como una especie de broma inevitable a la que un viejo conocido de perversas intenciones se divirtiera en someterlo de vez en cuando. Quizá ésa era la causa de su peculiar sentido del humor áspero, inmutable y desesperado.

Ha pasado muchísimo tiempo y me embrollo un poco con las fechas. Pero la historia que voy a contarles debió de ocurrir hacia el año mil seiscientos y veintitantos, poco más o menos. Es la aventura de los enmascarados y los dos ingleses, que dio no poco que hablar en la Corte, y en la que el capitán no sólo estuvo a punto de dejar la piel remendada que había conseguido salvar de Flandes, del turco y de los corsarios berberiscos, sino que le costó hacerse un par de enemigos que ya lo acosarían durante el resto de su vida. Me refiero al secretario del Rey nuestro señor, Luis de Alquézar, y a su siniestro sicario italiano, aquel espadachín callado y peligroso que se llamó Gualterio Malatesta, tan acostumbrado a matar por la espalda que cuando por azar lo hacía de frente se sumía en profundas depresiones, imaginando que perdía facultades. También fue el año en que yo me enamoré como un becerro y para siempre de Angélica de Alquézar, perversa y malvada como sólo puede serlo el Mal encarnado en una niña rubia de once o doce años. Pero cada cosa la contaremos a su tiempo.

Me llamo Íñigo. Y mi nombre fue lo primero que pronunció el capitán Alatriste la mañana en que lo soltaron de la vieja cárcel de Corte, donde había pasado tres semanas a expensas del Rey por impago de deudas. Lo de las expensas es un modo de hablar, pues tanto en ésa como en las otras prisiones de la época, los únicos lujos -y en lujos incluíase la comida- eran los que cada cual podía pagarse de su bolsa. Por fortuna, aunque al capitán lo habían puesto en galeras casi ayuno de dineros, contaba con no pocos amigos. Así que entre unos y otros lo fueron socorriendo durante su encierro, más llevadero merced a los potajes que Caridad la Lebrijana, la dueña de la taberna del Turco, le enviaba conmigo de vez en cuando, y a algunos reales de a cuatro que le hacían llegar sus compadres Don Francisco de Quevedo, Juan Vicuña y algún otro. En cuanto al resto, y me refiero a los percances propios de la prisión, el capitán sabía guardarse como nadie. Notoria era en aquel tiempo la afición carcelaria a aligerar de bienes, ropas y hasta de calzado a los mismos compañeros de infortunio. Pero Diego Alatriste era lo bastante conocido en Madrid; y quien no lo conocía no tardaba en averiguar que era más saludable andársele con mucho tiento. Según supe después, lo primero que hizo al ingresar en el estaribel fue irse derecho al más peligroso jaque entre los reclusos y, tras saludarlo con mucha política, ponerle en el gaznate una cuchilla corta de matarife, que había podido conservar merced a la entrega de unos maravedíes al carcelero. Eso fue mano de santo. Tras aquella inequívoca declaración de principios nadie se atrevió a molestar al capitán, que en adelante pudo dormir tranquilo envuelto en su capa en un rincón más o menos limpio del establecimiento, protegido por su fama de hombre de hígados.

Después, el generoso reparto de los potajes de la Lebrijana y las botellas de vino compradas al alcaide con el socorro de los amigos aseguraron sólidas lealtades en el recinto, incluida la del rufián del primer día, un cordobés que tenía por mal nombre Bartolo Cagafuego, quien a pesar de andar en jácaras como habitual de llamarse a iglesia y frecuentar galeras, no resultó nada rencoroso. Era ésa una de las virtudes de Diego Alatriste: podía hacer amigos hasta en el infierno.

Parece mentira. No recuerdo bien el año -era el veintidós o el veintitrés del siglo, pero de lo que estoy seguro es de que el capitán salió de la cárcel una de esas mañanas azules y luminosas de Madrid, con un frío que cortaba el aliento. Desde aquel día que -ambos todavía lo ignorábamos- tanto iba a cambiar nuestras vidas, ha pasado mucho tiempo y mucha agua bajo los puentes del Manzanares; pero todavía me parece ver a Diego Alatriste flaco y sin afeitar, parado en el umbral con el portón de madera negra claveteada cerrándose a su espalda. Recuerdo perfectamente su parpadeo ante la claridad cegadora de la calle, con aquel espeso bigote que le ocultaba el labio superior, su delgada silueta envuelta en la capa, y el sombrero de ala ancha bajo cuya sombra entornaba los ojos claros, deslumbrados, que parecieron sonreír al divisarme sentado en un poyete de la plaza. Había algo singular en la mirada del capitán: por una parte era muy clara y muy fría, glauca como el agua de los charcos en las mañanas de invierno. Por otra, podía quebrarse de pronto en una sonrisa cálida y acogedora, como un golpe de calor fundiendo una placa de hielo, mientras el rostro permanecía serio, inexpresivo o grave. Poseía, aparte de ésa, otra sonrisa más inquietante que reservaba para los momentos de peligro o de tristeza: una mueca bajo el mostacho que torcía éste ligeramente hacia la comisura izquierda y siempre resultaba amenazadora como una estocada -que solía venir acto seguido, o fúnebre como un presagio cuando acudía al hilo de varias botellas de vino, de esas que el capitán solía despachar a solas en sus días de silencio. Azumbre y medio sin respirar, y aquel gesto para secarse el mostacho con el dorso de la mano, la mirada perdida en la pared de enfrente. Botellas para matar a los fantasmas, solía decir él, aunque nunca lograba matarlos del todo.

La sonrisa que me dirigió aquella mañana, al encontrarme esperándolo, pertenecía a la primera clase: la que le iluminaba los ojos desmintiendo la imperturbable gravedad del rostro y la aspereza que a menudo se esforzaba en dar a sus palabras, aunque estuviese lejos de sentirla en realidad. Miró a un lado y otro de la calle, pareció satisfecho al no encontrar acechando a ningún nuevo acreedor, vino hasta mí, se quitó la capa a pesar del frío y me la arrojó, hecha un gurruño.

-Íñigo -dijo-. Hiérvela. Está llena de chinches.

La capa apestaba, como él mismo. También su ropa tenía bichos como para merendarse la oreja de un toro; pero todo eso quedó resuelto menos de una hora más tarde, en la casa de baños de Mendo el Toscano, un barbero que había sido soldado en Nápoles cuando mozo, tenía en mucho aprecio a Diego Alatriste y le fiaba. Al acudir con una muda y el otro único traje que el capitán conservaba en el armario carcomido que nos servía de guardarropa, lo encontré de pie en una tina de madera llena de agua sucia, secándose. El Toscano le había rapado bien la barba, y el pelo castaño, corto, húmedo y peinado hacia atrás, partido en dos por una raya en el centro, dejaba al descubierto una frente amplia, tostada por el sol del patio de la prisión, con una pequeña cicatriz que bajaba sobre la ceja izquierda. Mientras terminaba de secarse y se ponía el calzón y la camisa observé las otras cicatrices que ya conocía. Una en forma de media luna, entre el ombligo y la tetilla derecha. Otra larga, en un muslo, como un zigzag. Ambas eran de arma blanca, espada o daga; a diferencia de una cuarta en la espalda, que tenía la inconfundible forma de estrella que deja un balazo. La quinta era la más reciente, aún no curada del todo, la misma que le impedía dormir bien por las noches: un tajo violáceo de casi un palmo en el costado izquierdo, recuerdo de la batalla de Fleurus, viejo de más de un año, que a veces se abría un poco y supuraba; aunque ese día, cuando su propietario salió de la tina, no tenía mal aspecto.

Lo asistí mientras se vestía despacio, con descuido, el jubón gris oscuro y los calzones del mismo color, que eran de los llamados valones, cerrados en las rodillas sobre los borceguíes que disimulaban los zurcidos de las medias. Se ciñó después el cinto de cuero que yo había engrasado cuidadosamente durante su ausencia, e introdujo en él la espada de grandes gavilanes cuya hoja y cazoleta mostraban las huellas, mellas y arañazos de otros días y otros aceros. Era una espada buena, larga, amenazadora y toledana, que entraba y salía de la vaina con un siseo metálico interminable, que ponía la piel de gallina. Después contempló un instante su aspecto en un maltrecho espejo de medio cuerpo que había en el cuarto, y esbozó la sonrisa fatigada:

-Voto a Dios -dijo entre dientes- que tengo sed.

Sin más comentarios me precedió escaleras abajo, y luego por la calle de Toledo hasta la taberna del Turco. Como iba sin capa caminaba por el lado del sol, con la cabeza alta y su raída pluma roja en la toquilla del sombrero, cuya ancha ala rozaba con la mano para saludar a algún conocido, o se quitaba al cruzarse con damas de cierta calidad. Lo seguí, distraído, mirando a los golfillos que jugaban en la calle, a las vendedoras de legumbres de los soportales y a los ociosos que tomaban el sol conversando en corros junto a la iglesia de los jesuitas. Aunque nunca fui en exceso inocente, y los meses que llevaba en el vecindario habían tenido la virtud de espabilarme, yo era todavía un cachorro joven y curioso que descubría el mundo con ojos llenos de asombro, procurando no perderme detalle. En cuanto al carruaje, oí los cascos de las dos mulas del tiro y el sonido de las ruedas que se acercaban a nuestra espalda. Al principio apenas presté atención; el paso de coches y carrozas resultaba habitual, pues la calle era vía de tránsito corriente para dirigirse a la Plaza Mayor y al Alcázar Real. Pero al levantar un momento la vista cuando el carruaje llegó a nuestra altura, encontré una portezuela sin escudo y, en la ventanilla, el rostro de una niña, unos cabellos rubios peinados en tirabuzones, y la mirada más azul, limpia y turbadora que he contemplado en toda mi vida. Aquellos ojos se cruzaron con los míos un instante y luego, llevados por el movimiento del coche, se alejaron calle arriba. Y yo me estremecí, sin conocer todavía muy bien por qué. Pero mi estremecimiento hubiera sido aún mayor de haber sabido que acababa de mirarme el Diablo.

-No queda sino batirnos -dijo Don Francisco de Quevedo.

La mesa estaba llena de botellas vacías, y cada vez que a Don Francisco se le iba la mano con el vino de San Martín de Valdeiglesias -lo que ocurría con frecuencia, se empeñaba en tirar de espada y batirse con Cristo. Era un poeta cojitranco y valentón, putañero, corto de vista, caballero de Santiago, tan rápido de ingenio y lengua como de espada, famoso en la Corte por sus buenos versos y su mala leche. Eso le costaba, por temporadas, andar de destierro en destierro y de prisión en prisión; porque si bien es cierto que el buen Rey Felipe Cuarto, nuestro señor, y su valido el conde de Olivares apreciaban como todo Madrid sus certeros versos, lo que ya no les gustaba tanto era protagonizarlos. Así que de vez en cuando, tras la aparición de algún soneto o quintilla anónimos donde todo el mundo reconocía la mano del poeta, los alguaciles y corchetes del corregidor se dejaban caer por la taberna, o por su domicilio, o por los mentideros que frecuentaba, para invitarlo respetuosamente a acompañarlos, dejándolo fuera de la circulación por unos días o unos meses. Como era testarudo, orgulloso, y no escarmentaba nunca, estas peripecias eran frecuentes y le agriaban el carácter. Resultaba, sin embargo, excelente compañero de mesa y buen amigo para sus amigos, entre los que se contaba el capitán Alatriste. Ambos frecuentaban la taberna del Turco, donde montaban tertulia en torno a una de las mejores mesas, que Caridad la Lebrijana -que había sido puta y todavía lo era con el capitán de vez en cuando, aunque de balde- solía reservarles. Con Don Francisco y el capitán, aquella mañana completaban la concurrencia algunos habituales: el Licenciado Calzas, Juan Vicuña, el Dómine Pérez y el Tuerto Fadrique, boticario de Puerta Cerrada.

-No queda sino batirnos -insistió el poeta.

Estaba, como dije, visiblemente iluminado por medio azumbre de Valdeiglesias. Se había puesto en pie, derribando un taburete, y con la mano en el pomo de la espada lanzaba rayos con la mirada a los ocupantes de una mesa vecina, un par de forasteros cuyas largas herreruzas y capas estaban colgadas en la pared, y que acababan de felicitar al poeta por unos versos que en realidad pertenecían a Luis de Góngora, su más odiado adversario en la república de las Letras, a quien acusaba de todo: de sodomita, perro y judío. Había sido un error de buena fe, o al menos eso parecía; pero Don Francisco no estaba dispuesto a pasarlo por alto:

Yo te untaré mis versos con tocino
porque no me los muerdas, Gongorilla…

Empezó a improvisar allí mismo, incierto el equilibrio, sin soltar la empuñadura de la espada, mientras los forasteros intentaban disculparse, y el capitán y los otros contertulios sujetaban a Don Francisco para impedirle que desenvainara la blanca y fuese a por los dos fulanos.

-Es una afrenta, pardiez -decía el poeta, intentando desasir la diestra que le sujetaban los amigos, mientras se ajustaba con la mano libre los anteojos torcidos en la nariz-. Un palmo de acero pondrá las cosas en su, hip, sitio.

-Mucho acero es para derrocharlo tan de mañana, Don Francisco-mediaba Diego Alatriste, con buen criterio.

-Poco me parece a mí -sin quitar ojo a los otros, el poeta se enderezaba el mostacho con expresión feroz-. Así que seamos generosos: un palmo para cada uno de estos hijosdalgo, que son hijos de algo, sin duda; pero con dudas, hidalgos.

Aquello eran palabras mayores, así que los forasteros hacían ademán de requerir sus espadas y salir afuera; y el capitán y los otros amigos, impotentes para evitar la querella, les pedían comprensión para el estado alcohólico del poeta y que desembarazaran el campo, que no había gloria en batirse con un hombre ebrio, ni desdoro en retirarse con prudencia por evitar males mayores.

-Bella gerant alii -sugería el Dómine Pérez, intentando contemporizar.

El Dómine Pérez era un padre jesuita que se desempeñaba en la vecina iglesia de San Pedro y San Pablo. Su natural bondadoso y sus latines solían obrar un efecto sedante, pues los pronunciaba en tono de inapelable buen juicio. Pero aquellos dos forasteros no sabían latín, y el retruécano sobre los hijosdalgo era difícil de tragar como si nada. Además, la mediación del clérigo se veía minada por las guasas zumbonas del Licenciado Calzas: un leguleyo listo, cínico y tramposo, asiduo de los tribunales, especialista en defender causas que sabía convertir en pleitos interminables hasta que sangraba al cliente de su último maravedí. Al licenciado le encantaba la bulla, y siempre andaba picando a todo hijo de vecino.

-No os disminuyáis, Don Francisco -decía por lo bajini-. Que os abonen las costas.

De modo que la concurrencia se disponía a presenciar un suceso de los que al día siguiente aparecían publicados en las hojas de Avisos y Noticias. Y el capitán Alatriste, a pesar de sus esfuerzos por tranquilizar al amigo, empezaba a aceptar como inevitable el verse a cuchilladas en la calle con los forasteros, por no dejar solo a Don Francisco en el lance.

-Aio, te vincere posse -concluyó el Dómine Pérez resignándose, mientras el Licenciado Calzas disimulaba la risa con la nariz dentro de una jarra de vino. Y tras un profundo suspiro, el capitán empezó a levantarse de la mesa. Don Francisco, que ya tenía cuatro dedos de espada fuera de la vaina, le echó una amistosa mirada de gratitud, y aún tuvo asaduras para dedicarle un par de versos:

Tú, en cuyas venas laten Alatristes
a quienes ennoblece tu cuchilla…

-No me jodáis, Don Francisco -respondió el capitán, malhumorado-. Riñamos con quien sea menester, pero no me jodáis.

-Así hablan los, hip, hombres -dijo el poeta, disfrutando visiblemente con la que acababa de liar. El resto de los contertulios lo jaleaba unánime, desistiendo como el Dómine Pérez de los esfuerzos conciliadores, y en el fondo, encantados de antemano con el espectáculo; pues si Don Francisco de Quevedo, incluso mamado, resultaba un esgrimidor terrible, la intervención de Diego Alatriste como pareja de baile no dejaba resquicio de duda sobre el resultado. Se cruzaban apuestas sobre el número de estocadas que iban a repartirse a escote los forasteros, ignorantes de con quiénes se jugaban los maravedíes.

Total, que bebió el capitán un trago de vino, ya en pie, miró a los forasteros como disculpándose por lo lejos que había ido todo aquello, e hizo gesto con la cabeza de salir afuera, para no enredarle la taberna a Caridad la Lebrijana, que andaba preocupada por el mobiliario.

-Cuando gusten vuestras mercedes.

Se ciñeron las herreruzas los otros y encamináronse todos hacia la calle, entre gran expectación, procurando no darse las espaldas por si acaso; que Jesucristo bien dijo hermanos, pero no primos. En eso estaban, todavía con los aceros en las vainas, cuando en la puerta, para desencanto de la concurrencia y alivio de Diego Alatriste, apareció la inconfundible silueta del teniente de alguaciles Martín Saldaña.

-Se fastidió la fiesta -dijo Don Francisco de Quevedo.

Y, encogiendo los hombros, ajustóse los anteojos, miró al soslayo, fuese de nuevo a su mesa, descorchó otra botella, y no hubo nada.

-Tengo un asunto para ti.

El teniente de alguaciles Martín Saldaña era duro y tostado como un ladrillo. Vestía sobre el jubón un coleto de ante, acolchado por dentro, que era muy práctico para amortiguar cuchilladas; y entre espada, daga, puñal y pistolas llevaba encima más hierro que Vizcaya. Había sido soldado en las guerras de Flandes, como Diego Alatriste y mi difunto padre, y en buena camaradería con ellos había pasado luengos años de penas y zozobras, aunque a la postre con mejor fortuna: mientras mi progenitor criaba malvas en tierra de herejes y el capitán se ganaba la vida como espadachín a sueldo, un cuñado mayordomo en Palacio y una mujer madura pero aún hermosa ayudaron a Saldaña a medrar en Madrid tras su licencia de Flandes, cuando la tregua del difunto Rey Don Felipe Tercero con los holandeses. Lo de la mujer lo consigno sin pruebas -yo era demasiado joven para conocer detalles, pero corrían rumores de que cierto corregidor usaba de libertades con la antedicha, y eso había propiciado el nombramiento del marido como teniente de alguaciles, cargo que equivalía a jefe de las rondas que vigilaban los barrios -entonces aún llamados cuarteles- de Madrid. En cualquier caso, nadie se atrevió jamás a hacer ante Martín Saldaña la menor insinuación al respecto. Cornudo o no, lo que no podía ponerse en duda es que era bravo y con malas pulgas. Había sido buen soldado, tenía el pellejo remendado de muchas heridas y sabia hacerse respetar con los puños o con una toledana en la mano. Era, en fin, todo lo honrado que podía esperarse en un jefe de alguaciles de la época. También apreciaba a Diego Alatriste, y procuraba favorecerlo siempre que podía. Era la suya una amistad vieja, profesional; ruda como corresponde a hombres de su talante, pero realista y sincera.

-Un asunto -repitió el capitán. Habían salido a la calle y estaban al sol, apoyados en la pared, cada uno con su jarra en la mano, viendo pasar gente y carruajes por la calle de Toledo.

Saldaña lo miró unos instantes, acariciándose la barba que llevaba espesa, salpicada con canas de soldado viejo, para taparse un tajo que tenía desde la boca hasta la oreja derecha.

-Has salido de la cárcel hace unas horas y estás sin un ardite en la bolsa -dijo-. Antes de dos días habrás aceptado cualquier trabajo de medio pelo, como escoltar a algún lindo pisaverde para que el hermano de su amada no lo mate en una esquina, o asumirás el encargo de acuchillarle a alguien las orejas por cuenta de un acreedor. O te pondrás a rondar las mancebías y los garitos, para ver qué puedes sacar de los forasteros y de los curas que acuden a jugarse el cepillo de San Eufrasio… De aquí a poco te meterás en un lío: una mala estocada, una riña, una denuncia. Y vuelta a empezar -bebió un corto sorbo de la jarra, entornados los ojos, sin apartarlos del capitán-. ¿Crees que eso es vida?

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Desnudo sobre el espejo, Antonio Rivero

El posicionamiento en el campo literario oscila entre sendos extremos periférico y canónico. Los llamados certámenes de poesía joven están concebidos, precisamente, para favorecer el despegue de de uno a otro lugar: gracias a ellos, descubrimos promesas que pueden quedar únicamente en eso o, con el paso de los años y la confluencia de muy diversos factores, alcanzar el status de escritor en su dimensión más profesional. Uno de esos tantos es Antonio Rivero Machina (1987), literato joven en sus más variadas vertientes (poeta, investigador, profesor) que obtuvo el «Antonio Carvajal» de Hiperión con Podría ser peor (2013), entre cuyas piezas encontramos la que hoy presentamos. Poética real, como la vida misma.

[Fuente: Hiperión]

DESNUDO SOBRE ESPEJO

Tu cuerpo desnudo
me recuerda las listas del paro.

No es esta la declaración prometida
sobre el post-it de la nevera,
ni el beso que sostienes con tiritas
en la espalda magullada
que miras frente a frente
al despertarte.

«Volveré a la tarde», debí decirte.
Y mostrarme siempre fuerte
y tranquilo,
viril como la amenaza serena,
como un ceño fruncido por Buonarroti.

Pero me muestro sin rebajas ni ventajas,
con los ojos inciertos del desempleo
tras las monturas,
ahora que vence mi contrato
de adolescente avejentado.

Y te veo desnuda
y comprendo que las mantas
que nos cubren
son un ejemplo estúpido
de redundancia,
que no hay otro cobijo

que tu pierna dormida
sobre mi pecho en vela.

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Poema 5 [Para que tú me oigas], Pablo Neruda

Hay poetas nacidos para odiar. Otros, sin embargo, para amar. Este último es el caso del chileno Pablo Neruda, cuyo nombre ha vuelto a ponerse de actualidad hoy, hace ya más de cuarenta años de su fallecimiento, gracias a sus palabras: aquellas dichas, mas no publicadas. Tal y como informan varios medios de comunicación como este, más de mil versos han sido descubiertos, entre otras tantas letras juntas, entre archivos del Nobel. A la espera de confirmar la autenticidad de los mismos, agradecemos que ni aún desde la tumba haya dejado de hacerse oír, como en el poema que hoy presentamos, tal hacedor de versos.

[Fuente: Antonio Salazar]

Poema 5

Para que tú me oigas
mis palabras
se adelgazan a veces
como las huellas de las gaviotas en las playas.

Collar, cascabel ebrio
para tus manos suaves como las uvas.

Y las miro lejanas mis palabras.
Más que mías son tuyas.
Van trepando en mi viejo dolor como las yedras.

Ellas trepan así por las paredes húmedas.
Eres tú la culpable de este juego sangriento.

Ellas están huyendo de mi guarida oscura.
Todo lo llenas tú, todo lo llenas.

Antes que tú poblaron la soledad que ocupas,
y están acostumbradas más que tú a mi tristeza.

Ahora quiero que digan lo que quiero decirte
para que tú las oigas como quiero que me oigas.

El viento de la angustia aún las suele arrastrar.
Huracanes de sueños aún a veces las tumban.
Escuchas otras voces en mi voz dolorida.
Llanto de viejas bocas, sangre de viejas súplicas.
Ámame, compañera. No me abandones. Sígueme.
Sígueme, compañera, en esa ola de angustia.

Pero se van tiñendo con tu amor mis palabras.
Todo lo ocupas tú, todo lo ocupas.

Voy haciendo de todas un collar infinito
para tus blancas manos, suaves como las uvas.

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Historia de dos ciudades, Charles Dickens

Nos guste o no, salgamos mejor o peor parados tras esta evidencia, hemos de reconocerlo: la primera impresión es muy importante. Si bien muchos seres humanos van más allá de la superficialidad, es este prisma un estudio común. Y, precisamente por ello, son tan importantes las primeras páginas de un buen libro. De entre los muchos que luchan por ostentar el mejor comienzo de obra literaria (algunos, que no todos, podemos consultarlos aquí), el primer párrafo de la célebre y atípica novela histórica Historia de dos ciudades (1859), de Charles Dickens (1812-1870), debe ser considerado entre los aspirantes al pódium, ¿no?

[Fuente: Google, Doodle dedicado a Charles Dickens]

Historia de dos ciudades

Libro Primero: Resucitado

Capítulo I: La época

Era el mejor de los tiempos, era el peor de los tiempos, la edad de la sabiduría, y también de la locura; la época de las creencias y de la incredulidad; la era de la luz y de las tinieblas; la primavera de la esperanza y el invierno de la desesperación. Todo lo poseíamos, pero no teníamos nada; caminábamos en derechura al cielo y nos extraviábamos por el camino opuesto. En una palabra, aquella época era tan parecida a la actual, que nuestras más notables autoridades insisten en que, tanto en lo que se refiere al bien como al mal, sólo es aceptable la comparación en grado superlativo.

[Versión original

[VO: It was the best of times, it was the worst of times, it was the age of wisdom, it was the age of foolishness, it was the epoch of belief, it was the epoch of incredulity, it was the season of Light, it was the season of Darkness, it was the spring of hope, it was the winter of despair, we had everything before us, we had nothing before us, we were all going direct to Heaven, we were all going direct the other way- in short, the period was so far like the present period, that some of its noisiest authorities insistedon its being received, for good or for evil, in the superlative degree of comparison only.]

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Ulises, James Joyce

El día 16 de junio puede ser un día cualquiera para la gran mayoría de los mortales; mas no es así para los seguidores acérrimos del mitológico escritor irlandés James Joyce (1882-1941). Como anticipáramos en la entrada de ayer, es este día, este Bloomsday, el que conmemora la inigualable Ulises (1922): aquella extraña (y extrañante) novela que tantos comienzan y tan pocos acaban. Creación experimentalista de difícil recepción, sea cual sea su público, hoy invitamos a los lectores del blog no ya a seguir los pasos de Bloom, ni mucho menos a entender plenamente a Joyce, como en muchas ocasiones se ha pretendido; sino a plantear un mínimo acercamiento a este imprescindible para, al menos, plantearse el momento de su abordaje definitivo.

[Fuente(s): El País, UCM]

Ulises

I

Majestuoso, el orondo Buck Mulligan llegó por el hueco de la escalera, portando un cuenco lleno de espuma con un espejo y una navaja de afeitar en forma de cruz sobre él. Un batín amarillo, desatado a su espalda ondulaba delicadamente en el aire apacible de la mañana. Elevó el cuenco y entonó:
-Introibo ad altare Dei.
Se detuvo, escudriñó la escalera oscura y sinuosa, y llamó secamente:
-¡Sube, Kinch! ¡Sube, desgraciado jesuita!
Avanzó con solemnidad y subió a la redonda plataforma donde se colocaban las armas. Se fue girando tres veces y bendiciendo con gravedad la torre, la tierra circundante y las montañas que amanecían. Luego, al percatarse de Stephen Dedalus, se inclinó hacia él y trazó rápidas cruces en el aire, barbotando y agitando la cabeza. Stephen Dedalus, molesto y adormilado, apoyó los brazos en el remate de la escalera y miró fríamente la cara agitada barbotante que lo bendecía, equina en extensión, y al pelo claro intonso, de vetas y matices de y roble pálido. Buck Mulligan fisgó un instante bajo el espejo y luego cubrió el cuenco con esmero.

[…]

III

Ineluctable modalidad de lo visible: al menos eso si no más, pensamientos que cruzan mis ojos. La firma de todas las cosas que estoy aquí para leer, brezas y ovas marinas, la marea que se acerca, esa bota herrumbrosa. Herrumbre verdemoco, platiazulada: signos con colon. Límites de lo diáfano. Pero añade: en los cuerpos. Luego se percató de los cuerpos antes de hacerlo de sus colores. ¿Cómo? Dándose coscorrones contra ellos, seguro. Cuidado. Era calvo y millonario, maestro di color che sanno. Límite de lo diáfano en. ¿Por qué en? Diáfano, adiáfano. Si puedes meter los cinco dedos a través de ello es una cancela, si no una puerta. Cierra los ojos y ve.

[…]

Stephen cerró los ojos para oír cómo las botas estrujaban la recrujiente ova y las conchas. Estás andando sobre ello de cualquier manera. Lo hago, una zancada cada vez. Un espacio muy corto de tiempo a través de tiempos muy cortos de espacio. Cinco, seis: el Nacheinander. Exactamente: y ésa es la ineluctable modalidad de lo audible. Abre los ojos. No. ¡Jesús! ¡Si cayera por un acantilado que se adentra sobre su base, cayera por el Nebeneinander ineluctablemente! Me voy acostumbrando bastante bien a la oscuridad. Mi bastón de fresno cuelga a mi vera. Bordonea con él: ellos lo hacen. Mis dos pies en sus botas en los extremos de sus piernas, nebeneinander. Suena sólido: forjado por el mazo de Los demiurgos. ¿Acaso voy andando hacia la eternidad por la playa de Sandymount? Estruja, cruje, crick, crick.

[…]

El ritmo empieza, ves. Lo oigo. Marchando un tetrámetro acataléctico de yambos. No, al galope: deline the mare. Abre los ojos ahora. Lo hago. Un momento. ¿Se ha desvanecido todo desde entonces? Si los abro y me encuentro para siempre en lo adiáfano negro. ¡Basta! Veré si es que puedo ver.

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Cien años de soledad, Gabriel García Márquez

El bendito problema de la cadencia que mantenemos en este blog es la ocasional falta de ideas para actualizar. En esos momentos en los que uno no tiene muy claro qué pluma digitalizar, los clásicos aparecen de una manera u otra para reclamar su lugar en este espacio de difusión literaria. En el caso de hoy, es aquel fragmento con el cual nos negamos a actualizar en su momento el que, en forma de bar, se nos antoja necesario en esta calurosa tarde. A la sombra de un café con hielo, desde tan mítico lugar, os invitamos a revisar una las obras más sugerentes jamás escrita; esto es, Cien años de soledad (1967), de Gabriel García Márquez.

PD: Happy Bloomsday!

macondo

[Fuente: Bar Macondo, Salamanca]

Cien años de soledad

-I-

Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo. Macondo era entonces una aldea de veinte casas de barro y cañabrava construidas a la orilla de un río de aguas diáfanas que se precipitaban por un lecho de piedras pulidas, blancas y enormes como huevos prehistóricos. El mundo era tan reciente que muchas cosas carecían de nombre, y para mencionarlas había que señalarlas con el dedo. Todos los años, por el mes de marzo, una familia de gitanos desarrapados plantaba su carpa cerca de la aldea, y con un grande alboroto de pitos y timbales daban a conocer los nuevos inventos. Primero llevaron el imán. Un gitano corpulento, de barba montaraz y manos de gorrión, que se presentó con el nombre de Melquíades, hizo una truculenta demostración pública de lo que él mismo llamaba la octava maravilla de los sabios alquimistas de Macedonia. Fue de casa en casa arrastrando dos lingotes metálicos, y todo el mundo se espantó al ver que los calderos, las pailas, las tenazas y los anafes se caían de su sitio, y las maderas crujían por la desesperación de los clavos y los tornillos tratando de desenclavarse, y aun los objetos perdidos desde hacía mucho tiempo aparecían por donde más se les había buscado, y se arrastraban en desbandada turbulenta detrás de los fierros mágicos de Melquíades. “Las cosas tienen vida propia -pregonaba el gitano con áspero acento-, todo es cuestión de despertarles el ánima”.José Arcadio Buendía, cuya desaforada imaginación iba siempre más lejos que el ingenio de la naturaleza, y aun más allá del milagro y la magia, pensó que era posible servirse de aquella invención inútil para desentrañar el oro de la tierra. Melquíades, que era un hombre honrado, le previno: “Para eso no sirve”. Pero José Arcadio Buendía no creía en aquel tiempo en la honradez de los gitanos, así que cambió su mulo y una partida de chivos por los dos lingotes imantados. Úrsula Iguarán, su mujer, que contaba con aquellos animales para ensanchar el desmedrado patrimonio doméstico, no consiguió disuadirlo. “Muy pronto ha de sobrarnos oro para empedrar la casa”, replicó su marido. Durante varios meses se empeñó en demostrar el acierto de sus conjeturas. Exploró palmo a palmo la región, inclusive el fondo del río, arrastrando los dos lingotes de hierro y recitando en voz alta el conjuro de Melquíades. Lo único que logró desenterrar fue una armadura del siglo XV con todas sus partes soldadas por un cascote de óxido, cuyo interior tenía la resonancia hueca de un enorme calabazo lleno de piedras. Cuando José Arcadio Buendía y los cuatro hombres de su expedición lograron desarticular la armadura, encontraron dentro un esqueleto calcificado que llevaba colgado en el cuello un relicario de cobre con un rizo de mujer.

[…]

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[Para vivir no quiero], Pedro Salinas

La voz a ti debida, el poemario que ya presentáramos de Pedro Salinas, esconde verdaderas joyas. Una de ellas, muy popular entre los alumnos de Secundaria y Bachillerato (¿quién no ha leído este poema en el aula?), es la pieza que hoy presentamos: una lectura breve, intensa, de la pureza más vanguardista: de una idealización, cuanto menos, bella. ¿Acaso no lo es?

Para vivir no quiero

Para vivir no quiero
islas, palacios, torres.
¡Qué alegría más alta:
vivir en los pronombres!

Quítate ya los trajes,
las señas, los retratos;
yo no te quiero así,
disfrazada de otra,
hija siempre de algo.
Te quiero pura, libre,
irreductible: tú.
Sé que cuando te llame
entre todas las gentes
del mundo,
sólo tú serás tú.
Y cuando me preguntes
quién es el que te llama,
el que te quiere suya,
enterraré los nombres,
los rótulos, la historia.
Iré rompiendo todo
lo que encima me echaron
desde antes de nacer.
Y vuelto ya al anónimo
eterno del desnudo,
de la piedra, del mundo,
te diré:
«Yo te quiero, soy yo».

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Romeo y Julieta, William Shakespeare

Hablar de William Shakespeare (1564-1616) es meterse en un berenjenal; o, mejor dicho, en camisa de once varas. Para empezar, no sabemos muy bien quién portaba verdaderamente tal nombre. Por otra parte, cada vez son más los que viven de estudiar esta interesante autoridad literaria, este genio universal. En este 2014, en su 450º anivesario de su nacimiento, no vamos en esta entrada a desvelar unas verdades definitivas sobre Shakespeare: hay espacios más adecuados para ello. Lo que sí vamos a hacer es difundir uno de los momentos más conocidos de una de las más famosas obras de uno de los escritores más leídos de la historia. ¿Lo conocías, verdad?

Romeo y Julieta

[…]

JULIETA: ¡Ah, Romeo, Romeo! ¿Por qué eres Romeo? Niega a tu padre y rehúsa tu nombre; o, si no quieres, sé sólo mi amor por juramento, y yo no seré más una Capuleto.

ROMEO: ¿Seguiré oyendo más, o hablaré ahora?

JULIETA: Sólo tu nombre es enemigo mío: tú eres tú mismo, aunque no seas Montesco. ¿Qué es eso de Montesco? No es una mano, ni pie, ni brazo, ni cara, ni ninguna otra parte el hombre. ¡Ah, sé algún otro nombre! ¿Qué hay en un nombre? Lo que llamamos rosa olería tan dulcemente con cualquier otro nombre: igual Romeo, aunque no se llamase Romeo, conservaría la amada perfección que tiene sin ese título.Romeo, quítate el nombre, y a cambio de tu nombre, que no es parte de ti, tómame entera.

ROMEO: Te tomo por tu palabra: llámame sólo amor, y me bautizaré de nuevo; desde ahora, jamás seré Romeo.

[…]

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Vuelva usted mañana, Mariano José de Larra

Queridos lectores, ¿se encuentran realizando algún tipo de trámite burocrático? ¿Esperan alguna resolución (un posible empleo, una beca esperanzadora, una admisión que determine su futuro más inmediato), sin que se le haya asignado una fecha fija para su publicación? ¿Confía en la administración estatal? Entonces, siento anunciar que este genial artículo de Mariano José de Larra está hecho para ustedes. ¡Disfruten de este clásico tan actual, y rieguen con un poco de humor su desesperación!

[Fuente: Forges]

Vuelva usted mañana

Gran persona debió de ser el primero que llamó pecado mortal a la pereza; nosotros, que ya en uno de nuestros artículos anteriores estuvimos más serios de lo que nunca nos habíamos propuesto, no entraremos ahora en largas y profundas investigaciones acerca de la historia de este pecado, por más que conozcamos que hay pecados que pican en historia, y que la historia de los pecados sería un tanto cuanto divertida. Convengamos solamente en que esta institución ha cerrado y cerrará las  puertas del cielo a más de un cristiano.

Estas reflexiones hacía yo casualmente no hace muchos días, cuando se presentó en mi casa un extranjero de estos que, en buena o en mala parte, han de tener siempre de  nuestro país una idea exagerada e hiperbólica; de éstos que, o creen que los hombres aquí son todavía los espléndidos, francos, generosos y caballerescos seres de hace  dos siglos, o que son aún las tribus nómadas del otro lado del Atlante: en el primer caso vienen imaginando que nuestro carácter se conserva tan intacto como  nuestra ruina; en el segundo vienen temblando por esos caminos, y preguntan si son los ladrones que los han de despojar los individuos de algún cuerpo de guardia establecido precisamente para defenderlos de los azares de un camino, comunes a  todos los países.

Verdad es que nuestro país no es de aquellos que se conocen a primera ni a segunda vista, y si no temiéramos que nos llamasen atrevidos, lo compararíamos de buena gana a esos juegos de manos sorprendentes e inescrutables para el que ignora su artificio, que estribando en una grandísima bagatela, suelen después de sabidos dejar asombrado de su poca perspicacia al mismo que se devanó los sesos por buscarles causas extrañas. Muchas veces la falta de una causa  determinante en las cosas nos hace creer que debe de haberlas profundas para  mantenerlas al abrigo de nuestra penetración. Tal es el orgullo del hombre, que más quiere declarar en alta voz que las cosas son incomprensibles cuando no las  comprende él, que confesar que el ignorarlas puede depender de su torpeza.

Esto no obstante, como quiera que entre nosotros mismos se hallen muchos en esta ignorancia de los verdaderos resortes que nos mueven, no tendremos derecho para extrañar que los extranjeros no los puedan tan fácilmente penetrar.

Un extranjero de éstos fue el que se presentó en mi casa, provisto de competentes  cartas de recomendación para mi persona. Asuntos intrincados de familia, reclamaciones futuras, y aun proyectos vastos concebidos en París de invertir aquí sus cuantiosos caudales en tal cual especulación industrial o mercantil, eran los motivos  que a nuestra patria le conducían.

Acostumbrado a la actividad en que viven nuestros vecinos, me aseguró formalmente  que pensaba permanecer aquí muy poco tiempo, sobre todo si no encontraba pronto objeto seguro en que invertir su capital. Parecióme el extranjero digno de alguna consideración, trabé presto amistad con él, y lleno de lástima traté de persuadirle a que se volviese a su casa cuanto antes, siempre que seriamente trajese otro fin que no fuese el de pasearse. Admiróle la proposición, y fué preciso explicarme más claro.

­­­­­–Mirad –le dije–, monsieur Sans-délai, que así se llamaba; vos venís decidido a pasar quince días, y a solventar en ellos vuestros asuntos.

–Ciertamente –me contestó–. Quince días, y es mucho. Mañana por la mañana buscamos un genealogista para mis asuntos de familia; por la tarde revuelve sus libros, busca mis ascendientes, y por la noche ya sé quién soy. En cuanto a mis  reclamaciones, pasado mañana las presento fundadas en los datos que aquél me dé, legalizadas en debida forma; y como será una cosa clara y de justicia innegable (pues  sólo en este caso haré valer mis derechos), al tercer día se juzga el caso y soy dueño de lo mío. En cuanto a mis especulaciones, en que pienso invertir mis caudales, al cuarto día ya habré presentado mis proposiciones. Serán buenas o malas, y admitidas  o desechadas en el acto, y son cinco días; en el sexto, séptimo y octavo, veo lo que hay  que ver en Madrid; descanso el noveno; el décimo tomo mi asiento en la diligencia, si no me conviene estar más tiempo aquí, y me vuelvo a mi casa; aún me sobran de los  quince, cinco días.

Al llegar aquí monsieur Sans-délai, traté de reprimir una carcajada que me andaba retozando ya hacía rato en el cuerpo, y si mi educación logró sofocar mi inoportuna  jovialidad, no fué bastante a impedir que se asomase a mis labios una suave sonrisa de asombro y de lástima que sus planes ejecutivos me sacaban al rostro mal de mi grado.

–Permitidme, monsieur Sans-délai –le dije entre socarrón y formal–, permitidme que os convide a comer para el día en que llevéis quince meses de estancia en Madrid.

–¿Cómo?

–Dentro de quince meses estáis aquí todavía.

–¿Os burláis?

–No por cierto.

–¿No me podré marchar cuando quiera? ¡Cierto que la idea es graciosa!

–Sabed que no estáis en vuestro país activo y trabajador.

–¡Oh!, los españoles que han viajado por el extranjero han adquirido la costumbre de hablar mal [siempre] de su país por hacerse superiores a sus compatriotas.

–Os aseguro que en los quince días con que contáis, no habréis podido hablar siquiera  a una sola de las personas cuya cooperación necesitáis.

–¡Hipérboles! Yo les comunicaré a todos mi actividad.

–Todos os comunicarán su inercia.

Conocí que no estaba el señor de Sans-délai muy dispuesto a dejarse convencer sino por la experiencia, y callé por entonces, bien seguro de que no tardarían mucho los  hechos en hablar por mí.

Amaneció el día siguiente, y salimos entrambos a buscar un genealogista, lo cual sólo se pudo hacer preguntando de amigo en amigo y de conocido en conocido; encontrámosle por fin, y el buen señor, aturdido de ver nuestra precipitación, declaró francamente que necesitaba tomarse algún tiempo; instósele, y por mucho favor nos dijo definitivamente que nos diéramos una vuelta por allí dentro de unos días. Sonreíme y marchámonos. Pasaron tres días: fuimos.

–Vuelva usted mañana –nos respondió la criada–, porque el señor no se ha levantado  todavía.

–Vuelva usted mañana –nos dijo al siguiente día–, porque el amo acaba de salir.

–Vuelva usted mañana –nos respondió al otro–, porque el amo está durmiendo la siesta.

–Vuelva usted mañana –nos respondió el lunes siguiente–, porque hoy ha ido a los  toros.

–¿Qué día, a qué hora se ve a un español? Vímosle por fin, y “Vuelva usted mañana  –nos dijo–, porque se me ha olvidado. Vuelva usted mañana, porque no está en limpio”.

A los quince días ya estuvo; pero mi amigo le había pedido una noticia del apellido  Díez, y él había entendido Díaz y la noticia no servía. Esperando nuevas pruebas, nada  dije a mi amigo, desesperado ya de dar jamás con sus abuelos.

Es claro que faltando este principio no tuvieron lugar las reclamaciones.

Para las proposiciones que acerca de varios establecimientos y empresas utilísimas  pensaba hacer, había sido preciso buscar un traductor; por los mismos pasos que el  genealogista nos hizo pasar el traductor; de mañana en mañana nos llevó hasta el fin  del mes. Averiguamos que necesitaba dinero diariamente para comer, con la mayor urgencia; sin embargo, nunca encontraba momento oportuno para trabajar. El  escribiente hizo después otro tanto con las copias, sobre llenarlas de mentiras, porque  un escribiente que sepa escribir no le hay en este país.

No paró aquí; un sastre tardó veinte días en hacerle un frac, que le había mandado  llevarle en veinticuatro horas; el zapatero le obligó con su tardanza a comprar botas hechas; la planchadora necesitó quince días para plancharle una camisola; y el  sombrerero, a quien le había enviado su sombrero a variar el ala, le tuvo dos días con  la cabeza al aire y sin salir de casa.

Sus conocidos y amigos no le asistían a una sola cita, ni avisaban cuando faltaban, ni  respondían a sus esquelas. ¡Qué formalidad y qué exactitud!

 –¿Qué os parece de esta tierra, monsieur Sans-délai? –le dije al llegar a estas pruebas.

–Me parece que son hombres singulares…

–Pues así son todos. No comerán por no llevar la comida a la boca.

Presentóse con todo, yendo y viniendo días, una proposición de mejoras para un ramo que no citaré, quedando recomendada eficacísimamente.

A los cuatro días volvimos a saber el éxito de nuestra pretensión.

–Vuelva usted mañana –nos dijo el portero–. El oficial de la mesa no ha venido hoy.

–Grande causa le habrá detenido –dije yo entre mí. Fuímonos a dar un paseo, y nos encontramos, ¡qué casualidad! al oficial de la mesa en el Retiro, ocupadísimo en dar  una vuelta con su señora al hermoso sol de los inviernos claros de Madrid.

Martes era el día siguiente, y nos dijo el portero:

–Vuelva usted mañana, porque el señor oficial de la mesa no da audiencia hoy.

–Grandes negocios habrán cargado sobre él–, dije yo.

Como soy el diablo y aun he sido duende, busqué ocasión de echar una ojeada por el agujero de una cerradura. Su señoría estaba echando un cigarrito al brasero, y con una  charada del Correo entre manos que le debía costar trabajo el acertar.

–Es imposible verle hoy –le dije a mi compañero–; su señoría está  en efecto ocupadísimo.

Dionos audiencia el miércoles inmediato, y ¡qué fatalidad! el expediente había pasado a informe, por desgracia, a la única persona enemiga indispensable de monsieur y de su plan, porque era quien debía salir en él perjudicado. Vivió el expediente  dos meses en informe, y vino tan informado como era de esperar. Verdad es que nosotros no habíamos podido encontrar empeño para una persona muy amiga del informante. Esta persona tenía unos ojos muy hermosos, los cuales sin duda alguna le hubieran convencido en sus ratos perdidos de la justicia de nuestra causa.

Vuelto de informe, se cayó en la cuenta en la sección de nuestra bendita oficina de que el tal expediente no correspondía a aquel ramo; era preciso rectificar este pequeño error; pasóse al ramo, establecimiento y mesa correspondiente, y hétenos caminando después de tres meses a la cola siempre de nuestro expediente, como hurón que busca el conejo, y sin poderlo sacar muerto ni vivo de la huronera. Fué el caso al llegar aquí que el expediente salió del primer establecimiento y nunca llegó al otro.

–De aquí se remitió con fecha de tantos –decían en uno.

–Aquí no ha llegado nada –decían en otro.

–¡Voto va! –dije yo a monsieur Sans-délai– ¿sabéis que nuestro expediente se ha quedado en el aire como el alma de Garibay, y que debe de estar ahora posado como una paloma sobre algún tejado de esta activa población?

Hubo que hacer otro. ¡Vuelta a los empeños! ¡Vuelta a la prisa! ¡Qué delirio!

–Es indispensable –dijo el oficial con voz campanuda–, que esas cosas vayan por sus trámites regulares.

Es decir, que el toque estaba, como el toque del ejercicio militar, en llevar nuestro expediente tantos o cuantos años de servicio.

Por último, después de cerca de medio año de subir y bajar, y estar a la firma o al informe, o a la aprobación, o al despacho, o debajo de la mesa, y de volver siempre mañana, salió con una notita al margen que decía: «A pesar de la justicia y utilidad del  plan del exponente, negado».

–¡Ah, ah, monsieur Sans-délai! –exclamé riéndome a carcajadas–; éste es nuestro negocio.

Pero monsieur Sans-délai se daba a todos los diablos.

–¿Para esto he echado yo viaje tan largo? ¿Después de seis meses no habré conseguido sino que me digan en todas partes diariamente: Vuelva usted mañana, y cuando este dichoso mañana llega, en fin, nos dicen redondamente que no? ¿Y vengo a darles dinero? ¿Y vengo a hacerles favor? Preciso es que la intriga más enredada se  haya fraguado para oponerse a nuestras miras.

–¿Intriga, monsieur Sans-délai? No hay hombre capaz de seguir dos horas una intriga. La pereza es la verdadera intriga; os juro que no hay otra; ésa es la gran causa oculta: es más fácil negar las cosas que enterarse de ellas.

Al llegar aquí, no quiero pasar en silencio algunas razones de las que me dieron parala anterior negativa, aunque sea una pequeña digresión.

–Ese hombre se va a perder –me decía un personaje muy grave y muy patriótico.

–Esa no es una razón –le repuse–; si él se arruina, nada, nada se habrá perdido en concederle lo que pide; él llevará el castigo de su osadía o de su ignorancia.

–¿Cómo ha de salir con su intención?

–Y suponga usted que quiere tirar su dinero y perderse; ¿no puede uno aquí morirse siquiera, sin tener un empeño para el oficial de la mesa?

–Puede perjudicar a los que hasta ahora han hecho de otra manera eso mismo que ese señor extranjero quiere [hacer].

–¿A los que lo han hecho de otra manera, es decir, peor?

–Sí, pero lo han hecho.

–Sería lástima que se acabara el modo de hacer mal las cosas. Conque, porque siempre se han hecho las cosas del modo peor posible, ¿será preciso tener consideraciones con los perpetuadores del mal? Antes se debiera mirar si podrían perjudicar los antiguos al moderno.

–Así está establecido; así se ha hecho hasta aquí; así lo seguiremos haciendo.

–Por esa razón deberían darle a usted papilla todavía como cuando nació.

–En fin, señor Fígaro, es un extranjero.

–¿Y por qué no lo hacen los naturales del país?

–Con esas socaliñas vienen a sacarnos la sangre.

–Señor mío –exclamé, sin llevar más adelante mi paciencia–, está usted en un error harto general. Usted es como muchos que tienen la diabólica manía de empezar siempre por poner obstáculos a todo lo bueno, y el que pueda que los venza. Aquí tenemos el loco orgullo de no saber nada, de quererlo adivinar todo y no reconocer maestros. Las naciones que han tenido, ya que no el saber, deseos de él, no han encontrado otro remedio que el de recurrir a los que sabían más que ellas. Un extranjero –seguí– que corre a un país que le es desconocido, para arriesgar en él sus caudales, pone en circulación un capital nuevo, contribuye a la sociedad, a quien hace un inmenso beneficio con su talento y su dinero. Si pierde, es un héroe; si gana, es muy justo que logre el premio de su trabajo, pues nos proporciona ventajas que no podíamos acarrearnos solos. Ese extranjero que se establece en este país, no viene a sacar de él el dinero, como usted supone; necesariamente se establece y se arraiga en él, y a la vuelta de media docena de años, ni es extranjero ya, ni puede serlo; sus más caros intereses y su familia le ligan al nuevo país que ha adoptado; toma cariño al  suelo donde ha hecho su fortuna, al pueblo donde ha escogido una compañera; sus hijos son españoles, y sus nietos lo serán; en vez de extraer el dinero, ha venido a  dejar un capital suyo que traía, invirtiéndole y haciéndole producir; ha dejado otro capital de talento, que vale por lo menos tanto como el del dinero; ha dado de comer a los pocos o muchos naturales de quien ha tenido necesariamente que valerse; ha hecho  una mejora, y hasta ha contribuído al aumento de la población con su nueva familia. Convencidos de estas importantes verdades, todos los gobiernos sabios y prudentes han llamado a sí a los extranjeros: a su grande hospitalidad ha debido siempre la Francia su alto grado de esplendor; a los extranjeros de todo el mundo que ha llamado la Rusia, ha debido el llegar a ser una de las primeras naciones en muchísimo menos tiempo que el que han tardado otras en llegar a ser las últimas; a los extranjeros han debido los Estados Unidos… Pero veo por sus gestos de usted –concluí  interrumpiéndome oportunamente a mí mismo– que es muy difícil convencer al que está persuadido de que no se debe convencer. ¡Por cierto, si usted mandara, podríamos fundar en usted grandes esperanzas! [La fortuna es que hay hombres que mandan más ilustrados que usted, que desean el bien de su país, y dicen: «Hágase el milagro y hágalo el diablo”. Con el Gobierno que en el día tenemos, no estamos ya en el caso de sucumbir a los ignorantes o a los malintencionados, y quizá ahora se logre que las cosas vayan a mejor, aunque despacio, mal que les pese a los batuecos.]

Concluída esta filípica, fuíme en busca de mi Sans-délai.

–Me marcho, señor [Bachiller] Fígaro–me dijo–. En este país no hay tiempo para  hacer nada; sólo me limitaré a ver lo que haya en la capital de más notable.

–¡Ay! mi amigo –le dije–, idos en paz, y no queráis acabar con vuestra poca paciencia; mirad que la mayor parte de nuestras cosas no se ven.

–¿Es posible?

–¿Nunca me habéis de creer? Acordáos de los quince días…

Un gesto de monsieur Sans-délai me indicó que no le había gustado el recuerdo.

–Vuelva usted mañana–nos decían en todas partes–, porque hoy no se ve.

–Ponga usted un memorialito para que le den a usted permiso especial.

Era cosa de ver la cara de mi amigo al oír lo del memorialito: representábasele en la imaginación el informe, y el empeño, y los seis meses, y… Contentóse con decir:

–Soy  extranjero–. ¡Buena recomendación entre los amables compatriotas míos!

Aturdíase mi amigo cada vez más, y cada vez nos comprendía menos. Días y días tardamos en ver [a fuerza de esquelas y de volver] las pocas rarezas que tenemos guardadas. Finalmente, después de medio año largo, si es que puede haber un medio año más largo que otro, se restituyó mi recomendado a su patria maldiciendo de esta tierra, y dándome la razón que yo ya antes me tenía, y llevando al extranjero noticias excelentes de  nuestras costumbres; diciendo, sobre todo, que en seis meses no había podido hacer otra cosa sino volver siempre mañana, y que a la vuelta de tanto mañana, eternamente futuro, lo mejor, o más bien lo único que había podido hacer bueno, había sido marcharse.

¿Tendrá razón, perezoso lector (si es que has llegado ya a esto que estoy escribiendo), tendrá razón el buen monsieur Sans-délai en hablar mal de nosotros y de nuestra pereza? ¿Será cosa de que vuelva el día de mañana con gusto a visitar nuestros hogares? Dejemos esta cuestión para mañana, porque ya estarás cansado de leer hoy: si mañana u otro día no tienes, como sueles, pereza de volver a la librería, pereza de sacar tu bolsillo y pereza de abrir los ojos para ojear que tengo  que darte todavía, te contaré cómo a mí mismo, que todo esto veo y conozco y callo  mucho más, me ha sucedido muchas veces, llevado de esta influencia, hija del clima y de otras causas, perder de pereza más de una conquista amorosa; abandonar más de una pretensión empezada y las esperanzas de más de un empleo, que me hubiera sido acaso, con más actividad, poco menos que asequible; renunciar, en fin, por pereza de  hacer una visita justa o necesaria, a relaciones sociales que hubieran podido valerme de mucho en el transcurso de mi vida; te confesaré que no hay negocio que pueda hacer  hoy que no deje para mañana; te referiré que me levanto a las once, y duermo siesta;que paso haciendo el quinto pie de la mesa de un café, hablando o roncando, como buen español, las siete y las ocho horas seguidas; te añadiré que cuando cierran el café, me arrastro lentamente a mi tertulia diaria (porque de pereza no tengo más que una), y un cigarrito tras otro me alcanzan clavado en un sitial, y bostezando sin cesar, las doce o la una de la madrugada; que muchas noches no ceno de pereza, y de pereza no me acuesto; en fin, lector de mi alma, te declararé que de tantas veces como estuve en esta vida desesperado, ninguna me ahorqué y siempre fué de pereza. Y concluyo por hoy confesándote que ha más de tres meses que tengo, como la primera entre mis apuntaciones, el título de este artículo, que llamé: Vuelva usted mañana; que todas las noches y muchas tardes he querido durante ese tiempo escribir algo en él, y todas las noches apagaba mi luz diciéndome a mí mismo con la más pueril credulidad en mis propias resoluciones: ¡Eh, mañana le escribiré! Da gracias a que llegó por fin este mañana, que no es del todo malo; pero ¡ay de aquel mañana que no ha de llegar jamás!

[NOTA. – Con el mayor dolor anunciamos al público de nuestros lectores que estamos ya a punto de concluir el plan reducido que en la publicación de estos cuadernos nos habíamos creado. Pero no está en nuestra mano evitarlo. Síntomas alarmantes nos anuncian que el hablador padece de la lengua: fórmasele un frenillo que le hace hablar más pausada y menos enérgicamente que en su juventud. ¡Pobre Bachiller! Nos figuramos que morirá por su propia voluntad, y recomendamos por esto a nuestros apasionados y a sus preces este pobre enfermo de aprensión, cansado ya de hablar.]

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La generación perdida no mola, Isaac Rosa

Aprovechando que hoy muchos alumnos españoles culminan esa etapa final donde todo empieza, que acaba la temida y enseguida desmitificada Selectividad, vamos a comenzar un ciclo de lecturas asociadas a esta prueba. Para ello, comenzamos por un artículo del pasado enero de Isaac Rosa en el que este, desde ElDiario.es, se interrogaba por el oscurísimo futuro de esos mismos jóvenes que se han examinado estos días, así como tantos otros afectados por el insostenible crecimiento de otras generaciones. ¿Habrá servido a los alumnos de la Comunidad Valenciana este texto sobre el cual se han examinado como una más que necesaria toma de conciencia?

[Fuente: ElDiario.es 23/01/14]

La generación perdida no mola

Algún genio del storytelling político debió de inventar lo de la “generación perdida”, que tanto éxito ha tenido y todos repetimos cuando hablamos de los jóvenes golpeados por esto que llaman crisis. Bajo su significado negativo, me reconocerán que lo de “soy de la generación perdida” suena cool, tiene algo de la tan prestigiada estética del perdedor, y evoca escritores borrachos en París y rockeros malditos. Nadie se pondría una camiseta que dijera “Soy de la generación empobrecida y saqueada”, ni “Cuando deje de ser joven seguiré siendo precario”. En cambio, una chapa de la generación perdida me la pongo hasta yo. Y si encima te lo dice en inglés un organismo internacional o un medio extranjero, ya es que te entran ganas de formar un grupo punk o escribir una novela desesperada: the lost generation.

Pues no, oigan: aunque suene chulo, ser de la generación perdida no mola nada. Pero nada. Jóvenes, olvidad las telecomedias y el cine independiente: vosotros no sois esos.

La EPA de ayer, por ejemplo, funciona como foto de grupo de la generación perdida (en la que entran por igual los veinteañeros y los primeros cuarentones). Y la imagen resultante no es como para hacerse un póster: una tasa de paro juvenil terrorífica (y no soy yo el que elige el adjetivo), menos población activa joven y menos población joven en general (como en una posguerra, vamos), aumento del tiempo parcial. Es decir, un mercado laboral que para los jóvenes (y los no tan jóvenes que también se perderán) solo ofrece precariedad o emigración. No extrañe que, quienes no se van, digan que aceptarían lo que les echen, pues ha calado el discurso de “mejor un trabajo basura que no tener trabajo”.

¿Se da cuenta la generación perdida de hasta qué punto está de verdad perdida, arrojada al basurero del siglo? ¿Comprenden los jóvenes que lo de generación perdida no son unos años jodidos y a esperar los buenos tiempos, sino echar a perder toda la vida? Si uno es generación perdida, lo puede ser ya para siempre.

Dicho con crudeza: al paso que vamos, y si nada cambia, la generación perdida dejará atrás la juventud precaria para convertirse en adultos precarios (y en madres y padres precarios), hasta alcanzar una vejez tanto o más precaria. ¿O qué esperan? ¿Tener pensiones dignas cuando se jubilen? ¿Esperan siquiera jubilarse? ¿Cuántos años creen que van a cotizar, y por qué cuantía? ¿Y cuántas contrarreformas de pensiones pueden caer en los próximos treinta o cuarenta años?

Y la precariedad, vivir a salto de mata, compartir piso o pedir dinero a la familia puede tener su gracia con veintitantos, pero a los cuarenta es muy triste, y a partir de ahí es todo cuesta abajo. Decir con setenta años que eres de la generación perdida dará para unas risas, pero no propias.

Así es, amigos: la generación perdida no mola. Ya podeis asumirlo, entender la magnitud de lo que está pasando, y empezar a gamonalear más a menudo, porque lo que está en juego no es precisamente una plaza de aparcamiento.

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